“Te dedico este silencio que no es de temor”, leí, ya hace unos años, en un pequeño libro. La frase me quedó colgando una temporada, balanceándose delante de mis ojos, insinuándose, juguetona… Podía saborearla, la notaba dando vueltas dentro de mi boca.
La tenía casi olvidada pero al comenzar esta cuaresma ha saltado de nuevo con fuerza y autonomía sobre mi recuerdo.
“Te dedico este silencio que no es de temor”
La relaciono con este nuevo tiempo que acabamos de abrir. Es mi oración para esta cuaresma. Una cuaresma basada en el silencio, y un silencio nacido de la gratitud, de la expectación, no del temor.
El silencio sana, sosiega y salva. Tres eses enlazadas, formando una espiral; parece nuestro código genético. Sumergirnos en el silencio nos obliga a encontrarnos con nosotras mismas, con las raíces podridas y con la tierra fértil. También hace que seamos más conscientes de nuestra sed, de nuestro deseo de Más.
Estos días quiero ayunar de palabras que no transmiten y de las que sólo viajan con el dolor.
Busco la austeridad del silencio que se posa sobre mi tierra y va recogiendo mis esfuerzos por madurar.
Un camino cuaresmal (y ahora me dirijo a ti, mi buen Dios) en el que la semilla que pusiste en mí no sólo puja por salir sino que además remueve mi tierra.
Te dedico este silencio que no es de temor, Señor. Es mi adoración sincera, mi gratitud perenne porque recibes en ti mi mediocridad y la haces bella. “Soy morena pero hermosa”, dice la muchacha del Cantar.
Hoy, mi buen Dios, estoy de rodillas ante ti, descalza ante tu presencia inmensa que eriza mi piel. Y me quedo en silencio. Un silencio que no es de temor. Es el silencio de la creación ante el inicio de algo nuevo que brota: el día, la luz, o yo.
Monjas Trinitarias de Suesa