Con sorpresa he leído las declaraciones del Papa en el libro-entrevista “Luz del Mundo. El Papa, la Iglesia y el signo de los tiempos” sobre la ordenación sacerdotal de las mujeres. Benedicto XVI sostiene que la Iglesia no tiene la facultad de conferir a las mujeres la ordenación sacerdotal porque ha sido Cristo quien ha dado “una forma a la Iglesia con los doce y su sucesión con los obispos y sacerdotes”. El Papa también dice que, con respecto a la ordenación de las mujeres, “no se trata de no querer, sino de no poder”. Según Benedicto XVI, la Iglesia “no puede hacer lo que quiere” porque se ha de atener “a la voluntad del Señor”.
No pretendo en esta breve nota discutir con el Papa, pero sí quisiera decir que durante los años que Jesús recorrió Palestina predicando, lo que se ha dado en llamar su vida pública, formó una comunidad de seguidores y seguidoras y predicó la llegada del Reino o reinado de Dios aquí y ahora. Él no fundó una Iglesia. La Iglesia fue hecha por los apóstoles, los discípulos y las discípulas que continuaron transmitiendo la Buena Nueva después de la resurrección.
La comunidad reunida primero en torno al Maestro y luego en torno a su Palabra era mixta e igualitaria. El Evangelio de Lucas relata la participación en ella de mujeres, como María Magdalena, Juana, Susana y otras muchas, que siguen a Jesús desde el inicio de su misión en Galilea y le ayudan con sus bienes. Y también nos hace conocer a María de Betania, que se sienta a los pies de Jesús –postura clásica del discipulado- para escuchar su palabra. La profundidad del compromiso de las discípulas queda demostrada en el momento de la prueba más difícil: la crucifixión. Cuando los varones han huido, son las mujeres las que quedan sufriendo junto a su Señor torturado, le acompañan al sepulcro y luego son testigos de su resurrección y encargadas de anunciar la misma a los discípulos.
En el libro de Hechos de los Apóstoles, que nos narra los primeros pasos de la Iglesia encontramos también la presencia de mujeres. Para empezar, los apóstoles se reunían a orar en el cenáculo y con ellos se reunían también algunas mujeres y María, la madre de Jesús. Podemos suponer que el día de Pentecostés, todas ellas recibieron también el Espíritu junto con los apóstoles. También encontramos a mujeres como Priscila, que junto a su esposo Áquila eran colaboradores de la causa del evangelio y en su casa se reunía la comunidad, o sea la Iglesia, de Éfeso. Y es que en un comienzo las comunidades se reunían en las casas y muchas veces eran las mujeres las que presidían la celebración. Testimonio de esto son las alusiones de Pablo en la Carta a los Romano: Priscila, María, Trifena y Trifosa, Julia… En esta misma Carta, Pablo menciona también a Febe, diaconisa de la Iglesia de Cencrea.
Con el correr de los años, las comunidades cristianas van a ir cambiando el lugar de culto: de las casas, donde el protagonismo de la mujer era aceptado y se sentía como algo propio, a los lugares públicos donde el liderazgo de la mujer se consideraba inapropiado y vergonzoso. La Iglesia se fue estructurando y jerarquizando y ya en los siglos III y IV, los líderes masculinos de la Iglesia deliberadamente quisieron suprimir el liderazgo equitativo de las discípulas. Y cuando a fines del siglo IV la Iglesia se convierte en la religión oficial del imperio romano, se hace definitivamente una religión masculina.
Ahora, ya en pleno siglo XXI, la situación de las mujeres al interior de la Iglesia católica no ha cambiado mucho y me parece difícil pensar en un cambio a corto o largo plazo. No deja de extrañar el que en la Iglesia no se haya seguido el ejemplo de Jesús en relación con las mujeres. Los laicos, y sobre todo las mujeres, son considerados actualmente como receptores del Mensaje pero no como parte activa y dinámica del anuncio de ese mismo Mensaje.
Lo que falta es vencer las resistencias del pensamiento androcéntrico de la organización de la Iglesia y recuperar en la práctica la tradición del movimiento de Jesús como discipulado de iguales, donde los ministerios no estén concentrados en manos de una jerarquía exclusivamente masculina. Ojalá algún día podamos llegar a constituir una Iglesia donde hombres y mujeres luchemos mano a mano por la paz y la justicia, para hacer de éste un mundo más humano, por hacer realidad la Buena Noticia del Reino que anunció Jesús de Nazareth.
No pretendo en esta breve nota discutir con el Papa, pero sí quisiera decir que durante los años que Jesús recorrió Palestina predicando, lo que se ha dado en llamar su vida pública, formó una comunidad de seguidores y seguidoras y predicó la llegada del Reino o reinado de Dios aquí y ahora. Él no fundó una Iglesia. La Iglesia fue hecha por los apóstoles, los discípulos y las discípulas que continuaron transmitiendo la Buena Nueva después de la resurrección.
La comunidad reunida primero en torno al Maestro y luego en torno a su Palabra era mixta e igualitaria. El Evangelio de Lucas relata la participación en ella de mujeres, como María Magdalena, Juana, Susana y otras muchas, que siguen a Jesús desde el inicio de su misión en Galilea y le ayudan con sus bienes. Y también nos hace conocer a María de Betania, que se sienta a los pies de Jesús –postura clásica del discipulado- para escuchar su palabra. La profundidad del compromiso de las discípulas queda demostrada en el momento de la prueba más difícil: la crucifixión. Cuando los varones han huido, son las mujeres las que quedan sufriendo junto a su Señor torturado, le acompañan al sepulcro y luego son testigos de su resurrección y encargadas de anunciar la misma a los discípulos.
En el libro de Hechos de los Apóstoles, que nos narra los primeros pasos de la Iglesia encontramos también la presencia de mujeres. Para empezar, los apóstoles se reunían a orar en el cenáculo y con ellos se reunían también algunas mujeres y María, la madre de Jesús. Podemos suponer que el día de Pentecostés, todas ellas recibieron también el Espíritu junto con los apóstoles. También encontramos a mujeres como Priscila, que junto a su esposo Áquila eran colaboradores de la causa del evangelio y en su casa se reunía la comunidad, o sea la Iglesia, de Éfeso. Y es que en un comienzo las comunidades se reunían en las casas y muchas veces eran las mujeres las que presidían la celebración. Testimonio de esto son las alusiones de Pablo en la Carta a los Romano: Priscila, María, Trifena y Trifosa, Julia… En esta misma Carta, Pablo menciona también a Febe, diaconisa de la Iglesia de Cencrea.
Con el correr de los años, las comunidades cristianas van a ir cambiando el lugar de culto: de las casas, donde el protagonismo de la mujer era aceptado y se sentía como algo propio, a los lugares públicos donde el liderazgo de la mujer se consideraba inapropiado y vergonzoso. La Iglesia se fue estructurando y jerarquizando y ya en los siglos III y IV, los líderes masculinos de la Iglesia deliberadamente quisieron suprimir el liderazgo equitativo de las discípulas. Y cuando a fines del siglo IV la Iglesia se convierte en la religión oficial del imperio romano, se hace definitivamente una religión masculina.
Ahora, ya en pleno siglo XXI, la situación de las mujeres al interior de la Iglesia católica no ha cambiado mucho y me parece difícil pensar en un cambio a corto o largo plazo. No deja de extrañar el que en la Iglesia no se haya seguido el ejemplo de Jesús en relación con las mujeres. Los laicos, y sobre todo las mujeres, son considerados actualmente como receptores del Mensaje pero no como parte activa y dinámica del anuncio de ese mismo Mensaje.
Lo que falta es vencer las resistencias del pensamiento androcéntrico de la organización de la Iglesia y recuperar en la práctica la tradición del movimiento de Jesús como discipulado de iguales, donde los ministerios no estén concentrados en manos de una jerarquía exclusivamente masculina. Ojalá algún día podamos llegar a constituir una Iglesia donde hombres y mujeres luchemos mano a mano por la paz y la justicia, para hacer de éste un mundo más humano, por hacer realidad la Buena Noticia del Reino que anunció Jesús de Nazareth.
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